Héctor Castro sostiene que la distinción entre «lengua» y «dialecto» es completamente relativa (La Comarca, 15/08/2025). Sitúa el núcleo de su argumentación en la célebre frase que Weinreich reproducía: «Una lengua es un dialecto con un ejército y una marina». Más allá de esta posición relativista —aunque Castro no lo explicite—, el objetivo de su texto es defender que no existe ningún fundamento objetivo sobre el que la investigación académica pueda sustentar que en el Matarranya se habla «catalán». Por tanto, considera que puede imponerse sin problemas la denominación de «aragonés oriental» o «chapurriáu», y singularizarlo. Como si para definir los límites de las lenguas, la unidad política entre Peñarroya y Echo borrase por completo la similitud lingüística objetiva entre Lledó y Horta.

Manteniendo el argumento relativista, podría imponerse que en el Matarranya se habla un dialecto del «naxi», la lengua china a la que pertenece el «lapao».

En el espacio donde escribe Castro se sostiene, erróneamente, que la denominación de chapurriáu es histórica. Sin embargo, la primera referencia es de 1923, en el Atlas Lingüístic de Catalunya (ALC), donde Griera recoge «català chapurreat» como denominación en Maella. A su vez, aparece como «català» en Calaceite, Mequinenza, Tamarite y Benabarre. ¿Y cómo lo llaman con anterioridad? Los eruditos locales no dudan en su filiación con el catalán. Ni Braulio Foz de Fórnoles, ni Santiago Vidiella de Calaceite, ni Maties Pallarés de Peñarroya se refieren a la denominación de chapurriáu. Ni para criticarla.

Pero más allá de la evidencia de los datos, y volviendo a los dialectos y el poder: Weinreich ayudó a estandarizar el yiddish, y creía que esta lengua tenía plena legitimidad, más allá de la falta de ejército. Pero es que tampoco se cumple su aforismo en dirección opuesta, dado que Estados con ejército propio no luchan para que sus variedades del árabe sean lenguas diferenciadas, a pesar de no ser intercomprensibles. Evidentemente, Weinreich no proponía un criterio científico. Lo que explicitaba era un aforismo. Como pionero de la sociolingüística, quería destacar la importancia del poder en la distinción entre lenguas y dialectos, a diferencia de la lingüística estructuralista con la que confrontaba.

Y es que la lingüística, en la actualidad, cuenta con criterios establecidos para distinguir lenguas de dialectos, como la tipología gramatical, la mutua inteligibilidad y, evidentemente, los avatares históricos, políticos y sociales que explican por qué el mismo criterio no se ha interpretado de la misma manera a lo largo del mundo y de la historia. Por lo tanto, debe entenderse el contexto crítico del aforismo para no abrazar el relativismo postmoderno.

Con todo, el aforismo continúa siendo útil para entender hasta qué punto el poder puede moldear la realidad y su interpretación. Desde el ámbito académico, es necesario superar el nacionalismo banal. En primer lugar, para entender por qué el relativismo lingüístico se ensaña con toda clase de lenguas minorizadas, pero no pone en duda la homogeneidad y dignidad del castellano. Y en segundo lugar, para no obviar dónde reside el «ejército» real que moldea nuestro «dialecto».

Contemporáneamente, «poder» significa decidir qué televisiones no pueden emitir en el Matarranya o qué lenguas deben aprender los alumnos del Matarranya. Y los despachos de este poder están en Zaragoza.

Pero al final, resulta preocupante que se importen dinámicas de conflicto como el valenciano. Se suele atribuir al secesionismo la afirmación de que «el valenciano es tan nuestro que incluso podemos dejar de hablarlo». O dicho de otra manera, tanto esfuerzo dedican algunos a diferenciar el chapurriáu del catalán que acaban olvidando lo esencial: preocuparse por su uso.

Natxo Sorolla. Profesor del Departamento de Sociología y Psicología, Universidad de Zaragoza