Normalización lingüística – Opinión – El Periódico de Aragón

Normalización lingüística

No es normal que se critique la inmersión lingüística de los niños en Cataluña sin advertir la de aquí

JOSÉ Bada 14/10/2011

Todavía hay pueblos en los que se pregonan los bandos en una lengua y en otra la sardineta que se vende en la plaza; en los que se predica “en cristiano” y se blasfema en pagano; en los que la lengua del lugar no ha lugar en el ayuntamiento ni en la escuela, donde los niños aprenden a escuchar incluso lo que no entienden y se les enseña inglés de segunda lengua cuando la primera –la suya– ni siquiera es la última.

No es normal que se hable aún de “modalidades lingüísticas” por decir algo y evitar lo que no se quiere reconocer: que en Aragón se habla catalán y no “polaco”, que también, pero en Fraga, amigos , hace años que se oye bastante más el rumano. Aunque menos que el castellano, todo hay que decirlo.

No es normal que se critique la inmersión lingüística de los niños en Cataluña sin advertir la de aquí. Sé muy bien que entro en un campo minado y no quisiera que me entendieran mal: la inmersión lingüística en cualquier lengua me parece un método bueno para aprenderla y un abuso cuando se impone. Que los niños cuya lengua materna es el castellano sean sometidos por fuerza a la inmersión en lengua catalana me parece tan mal como capuzar en la castellana a los que hablan solo catalán. Una inmersión así es como un secuestro de la lengua materna. Y como el robo de niños so pretexto de darles una buena educación. Un desmadre.

La propia lengua es el acceso natural a cualquier otra. Así pensaba el valenciano Luis Vives en 1531, para quien el aprendizaje del latín debía seguir y basarse en el conocimiento de la lengua materna: los alumnos “hablarán primero en su lengua, la que les nació en casa” (De disciplinis, II) o –como escribe el autor del Diálogo de la lengua– la “que mamamos de las tetas de nuestras madres”. La “lengua materna”, un lugar común para nosotros, fue en su caso una intuición original. Dos siglos más tarde el humanista Mayáns y Siscar pensaba lo mismo que su paisano, a quien admiraba mucho: que a los niños hay que enseñarles la primera gramática en su lengua materna “porque se entiende y aprende con mayor facilidad, y lo que se adquiere de ella se aprovecha después para hacerse capaz de cualquier otra en brevísimo tiempo”. No me duelen prendas al citar aquí un decreto del Ministerio de Educación “por el que se regula la incorporación de las lenguas nativas en los programas de los Centros de Educación Preescolar y General Básica” (¡Decreto 1433/1975, de 30 de mayo!) por idénticas razones. Lamento que haya responsables políticos más papistas que el Papa, y no me hagan decir ni en broma lo que no quiero. Celebro, por otra parte, que los cursos de catalán hayan comenzado como era previsible sin sobresaltos.

La normalización lingüística bien entendida es la superación de una situación anormal insostenible en la que una lengua domina injustamente sobre otra que suele ser la del pueblo, la del lugar, y aquella sobrevenida. La defensa de una lengua es defensa de la libertad de expresión y, por tanto, del derecho de los hablantes al uso de su lengua y a ser atendidos en ella por cuantos tienen la obligación de escucharles al menos mientras pretendan tener autoridad para hablarles. Pero reivindicar una lengua en nombre de una nación o de una autoridad académica e imponer a todos su uso, es tan absurdo como pretender hablar en lenguas sin escuchar a los otros. Puede que el don de lenguas sirva para hablar con Dios en la iglesia o en su nombre a los elegidos, pero no en las Cortes y a todos los ciudadanos. Si queremos hablar, dialogar y conversar con personas humanas, tenemos que hacerlo de modo que puedan escucharnos y escucharles de modo que puedan hablarnos. Salvo el uso litúrgico en ocasiones solemnes, lo razonable es hacer en cada situación un uso pragmático de las lenguas.

El problema no está en que los aragoneses quieran hablar en aragonés, unos pocos, y algunos más en catalán. El problema está, estaría, si no se les dejara hablar entre sí la lengua materna para entenderse. O si ellos pretendieran hablar siempre con otros, incluso con los que quieren entenderse con ellos pero desconocen su lengua, hablando como les pete porque están en casa. ¿Qué sería de la hospitalidad? El pan, la sal y la palabra no se niega a nadie. Los hombres se entienden hablando y el lenguaje es para eso. La lengua no es propiedad del territorio, y los hablantes tampoco. La lengua humana –la palabra, digo, y el diálogo– es nuestra casa: la tienda acaso, y el resto camino hacia la casa de todos.

Filósofo

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